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viernes, 19 de mayo de 2017

TEMA // Cuento que me fascino en la semana

Buen viernes lectores! 


Para esta sección que no tiene nada que ver con literatura les traigo un cuento (Nada que ver con la literatura eh 😜). Lo que pasa es que mi profesor de Ciudadanía me dío este cuento para leer y la verdad me encantó tanto que me gustaría que todo el mundo lo lea 💕 Se trata de racismo, el apartheid, como todos somos iguales y habla sobre el perdón que es lo más importante de la historía. 
Sé que se ve medio largo pero no es tan así, se lee rapidisimo 😋 Espero y lo disfruten, aquí se los dejo...


Recuerdo el día que mamá llegó a casa, después de otra jornada de la señora Coetzee, con dos tazas de porcelana que tenían el asa rota.

-Mira, hijito, la señora Coetzee me ha dado tazas de porcelanas, ¿No son una maravilla? Ahora tomaremos té como los ricos.

Me pellizcó un cachete y continuó diciendo:

-Tú eres mi chico rico, rico; ahí viene el monstruo y se comerá a este chico rico...

   Mamá siempre estaba de buen humor, y era dulce. Extremadamente dulce. Las cosas que le dolían le producían una especie de nube en los ojos, como cuando recordaba a papá. Pero enseguida se recuperaba y la sonrisa estaba otra vez allí.
   La señora Coetzee también era viuda. Su marido, el señor Coetzee, había sido un comerciante adinerado y había muerto a causa de una enfermedad lenta, que lo fue carcomiendo poco a poco. El último año ya no podía ir a su despacho y se lo pasaba en la casa. Era un hombre bueno, decía mamá, aunque tenía su carácter. Los dolores de su cuerpo se lo habían acentuado y ella aseguraba que era como tener un perro salvaje sin colmillos en cama: Se lo pasaba ladrando y gruñendo, pero por lo demás, era todo lo que hacía.
   Una tardecita, luego de un día especialmente fatigoso, mamá se sirvió té en una taza de porcelana. Estaba frío, y ella muerta de sed. El señor Coetzee justo andaba de ronda, con sus batas y sus pantuflas, cuando le hizo notar su terrible falta: Ella podía tomar té, por supuesto, toda vez que lo quisiera. Pero debía servirselo en las tazas de latón destinadas a la servidumbre.
   Mamá contaba esta anécdota entre risas,  imitando la voz grave del señor. Incluso vio cómo la señora Coetzee se ruborizó ante las palabras de su esposo, pero suspiró y no dijo nada. Mamá era por entonces muy joven, hacía poco que eataba asistiendo a los Coetzee y no conocía ciertas reglas de la etiqueta.
-Es que a veces me olvido de que soy una negra en casa de blancos.

  Mi infancia fue como la de todos los chicos del gueto, que había sido construido para alojar a la población negra y separarla de los blancos. Recuerdo ocasiones de felicidad,  como jugar al fútbol o faltar a la escuela. Bueno, por entonces no me gustaba ir a la escuela, pero eso fue cambiando con el tiempo. Ahora, gracias a Madiba, disfruto de la lectura, aunque no me sirva para nada práctico. Antes pensaba que solo debía estudiar cosas que luego pudiera hacer con las manos, como arreglar un motor. Pero Madiba me insistió con que debía adquirir todo tipo de conocimientos sin importar su utilidad. "Tienes una cabeza muy bien amueblada, una hermosa cabeza. Debes habitarla, en honor a tu madre,  que ha trabajo tanto para que tú fueras este hombre grande y fuerte que eres hoy", me decía con su mirada escrutadora, pero amable.
   Un día sucedió algo extraordinario: mi madre me llevó a la casa de la señora Coetzee. Creo -los recuerdos son confusos- que ella quería conocerme. O quizá la vecina no podía cuidarme ese día -mamá nunca aceptó que me quedara solo-. Tomamos un colectivo ruidoso en el que debimos viajar de pie, apretados un pasajero en contra otro hasta el punto de que temí morir asfixiado. Al descender caminamos por calles de casas elegantes, de grandes fachadas blancas y jardines con flores y plantas; era maravillosas, como palacios. No podía creer que existieran lugares así. Mi barrio era oscuro incluso en los días de sol más luminosos, porque las casas estaban como los pasajeros del colectivo: Apretadas unas contra otras. No teníamos jardines ni luz eléctrica, y las construcciones era de chapas de color del acero hasta que se oxidaban y se volvían rojizas.
   La señora Coetzee era esbelta, rubia y de ojos como un lago. Me dio un beso en la mejilla, me abrazó y luego, mirando a mi madre, dijo:

-Pero qué hermoso es tu hijo, Thami.

   Mi madre ya me había dicho que debía portarme bien, así que me quedé parado y en silencio. La señora me ofreció ir al parque. Allí había juegos: toboganes, hamacas, pelotas de fútbol diseminadas por el pasto y varias bicicletas contra una pared, bajo la galería.
   Nunca me había subido una bicicleta y le pedí permiso a la señora Coetzee para usar una.

-¿Te gustan mucho? Mira, puedes llevarte esta a tu casa. Ya es muy pequeña para Roland. Prueba apoyando tu mano sobre el muro y moviéndote, hasta que puedas mantener el equilibrio.

   Pocas veces en mi vida sentí una emoción tan grande. La sentí, sí: Cuando Madiba salió de la cárcel. Y también cuando lo elegimos presidente, cinco años después. Debería señalar una tercera vez: Cuando fui seleccionado para trabajar en su círculo más cercano. Aunque se trata de un trabajo tan arduo que vivo inquieto.
   Pasé gran parte de aquel día dándome un porrazo tras otro hasta que al fin pude mantener el equilibrio sobre las dos ruedas. La felicidad duró hasta que el niño Coetzee llegó de la escuela. Era rubio y pálido, y tenía los ojos de su madre. Lo primero que noté fue que me señaló con un dedo e hizo un  gesto de disgusto, mientras su madre parecía explicarle quién era yo. Lo vi fruncir la nariz, como si hubiera olido algo feo. Yo seguí dando vueltas con la bicicleta, sobre el pasto, pero me debí haber puesto nervioso porque toqué los frenos y las ruedas se bloquearon: por poco no me di un golpe. El niño se rio.
   La señora Coetzee se fue de la galería hacia el interior de la casa. El niño, que era algo mayor que yo y bastante más alto, tomó otra bicicleta y se puso a dar vueltas, eligiendo un camino de tierra apisonada.
   Me dijo algo, no entendí sus palabras, pero sí comprendí que debía andar por el camino y no por encima del pasto. Le hice caso. Seguramente yo estaba infrigiendo alguna regla, aunque la señora Coetzee, generosa habia decidido pasar por alto mi falta. El niño Roland, en cambio, no.
   Recuerdo que en un momento sonrió, pero no era una sonrisa dirigida a mí sino a él mismo, a algún pensamiento que se le había ocurrido. Entonces dio media vuelta, tomó mucha velocidad y encaró directamente hacía mi posición. Yo acababa de aprender a andar, así que mi marcha era lenta y algo inestable.
   No sé como fue que me rozó, pero bastó un toque para que mi bicicleta se desbalanceara y yo, con ella, me derrumbara sobre el camino.
   De inmediato, mientras intentaba recuperarme del golpe y más aún de la sorpresa por el choque premeditado, oí que me decía:

-¿Qué hiciste, negro? ¿Por qué me chocaste?

   Me duele recordarlo, pero entonces lloré, no por el golpe, sino por la humillación y el temor que me despertaba aquel niño blanco. A los gritos llamó a su madre y pude oír cómo me acusaba de haberlo atropellado solo por gusto. A mí me salía algo de sangre por un raspón en la rodilla. Escuché a mi madre disculpándose. La señora Coetzee le creyó a su hijo y dijo que yo no era merecedor del obsequio, así que no me llevaría la bicicleta. Sentí que me clavaban algo puntiagudo justo en el medio del corazón. Mamá me pasó alcohol por la rodilla: Me provocó un susto tremendo porque creí que mi carne y mis huesos se quemarían. En casa no había alcohol y los pequeños cortes se solucionaban con un poco de agua en la herida. Una vez me lastimé con un vidrio y mamá me llevó a un centro asistencial, pero tampoco había alcohol, aunque sí agua oxígenada.
   Nunca volví a la casa de la señora Coetzee.
   Casi un año después, mi madre llegó un día alegre como nunca: Había venido con la bicicleta en el colectivo. La señora Coetzee se había apiadado de mí y me la enviaba de regalo. Pero pese a mi alegría inicial la desilución fue enorme: Yo había dado un estirón y la bicicleta ya me resultaba demasiado pequeña.

  Ha pasado el tiempo. Mamá no trabajaba más en lo de la señora Coetzee: Es ahora una venerable anciana y puedo ocuparme  de que no le falte nada. Por cierto, crecí mucho, tanto que soy uno de los guardespaldas de Nelson Mandela. O Madiba, como preferimos decirle. Es una tarea de inmensa  responsabilidad, porque a él le encanta mezclarse entre la gente y debemos estar todo el tiempo alertas a que algún loco o asesino quiera inmortalizarse haciéndole daño.
   Un día, cuando terminó mi turno, salí de la casa de gobierno y caminé por gusto unas cuadras. Fue entonces que ocurrió: A un hombre muy alto y rubio se le cayó el maletin al bajarse de un automóvil de lujo. Institivamente me agaché, lo tomé y se lo di. El hombre me agradeció el gesto y hablamos un momento. Luego, me dejó su tarjeta personal y se fue.
   Cuando miré su nombre, quedé helado: Roland Coetzee.
   Una leyenda en letras más pequeña decía: Importador de bicicletas.
   Así gue cómo se agolparon aquellos recuerdos, y sobre todo, la extraordinaria jornada que había pasado en la casa de la señora Coetzee y la triste despedida, volviendo en el colectivo abarrotado de pasajeros con mi madre intentando contener mi llanto. Yo le juraba entre hipos que el niño había sido el agresor y ella, con los ojos nublados, me dijo, con una voz muy queda pero firme:

-Más temprano que tarde, las cosas estarán en su lugar.

   Esa noche evoqué a ese chico desconsolado que fui, la inolvidable jornada en que por primera vez un niño blanco me había hecho sentir el peso de haber nacido negro en un país dominado por los afrikáners, es decir, los blancos, en pleno apartheid, un modo de gobierno que consideraba inferiores a los negros y que los hacía vivir en barrios separados, sin derecho a votar ni a tener hospitales que no fueran miserables, donde los enfermos se morían a veces sin siquiera ser medicados. Sentí el viejo dolor que salía de su letargo, el vago recuerdo de mi padre abrazándome antes de ir a la manifestación en la que la bala de un policía blanco y rubio lo dejaría tendido, inmóvil para siempre. Volvió a ocupar mi memoria el rezo de todas las madres desesperadas porque sus hijos no habían llegado esa noche a casa, porque no llegarían tampoco durante la mañana ni la tarde.
 Tenía la tarjeta del niño-hombre blanco, un teléfono, una dirección. Sabía cómo ubicarlo. Y ahora yo ya no era el mismo: Era el guardespaldas del primer presidente negro del país.
  Podía ir por él.
  Esa noche no dormí.
  Al día siguiente entré al despacho de Madiba; su amplio despacho presidencial, treinta veecs más grande que la celda donde pasó tantos años, en la isla Robben. Con esa majestad natural y sencilla que encantaba a todo el mundo, me miró a los ojos y afrirmó:

-Hoy te pasa algo, Aubrey.

Le conté la historia lo más brevemente que pude. Él tenía tantas cosas que hacer... pero me hizo sentir que estaba ahí solo para escucharme.
En cuanto le hablé del odio, del mío, su sonrisa de anciano sabio se borró. Con seriedad, me preguntó:

-¿Sabes quien es Percy Yutar?

El nombre me sonaba, pero estaba algo aurdido.

-En realidad, ahora no lo recuerdo.

-Fue el abogado de los acusadores cuando fui condenado a cadena perpetua. Lo que quiero contarte es que Percy Yutar no se conformaba con que me privaran de mi libertad para siempre. Él quería más. ¿Sabes qué más quería?

-No.

-Que me sentenciaran a muerte.

Lo miré con sorpresa y sentí crecer dentro de mi la furía hacía ese tal Percy. Sin embargo, me sorprendieron aún más las nuevas palabras de Madiba.

-¿Y sabes qué hice yo?

-No.

-Lo invité a comer. No fue hace tanto tiempo, habrá sido uno o dos años atrás. Percy llegó muy acongojado, así que lo disculpé frente a todos: él solo había cumplido con su deber como fiscal del Estado.

  Me quedé analizando sus palabras. Ese gris funcionario racista podría haber hecho que mataran al hombre más importante del mundo, a nuestro presidente, el buen rey que levamos en el corazón. Porque eso es para nosotros Madiba: Un rey sabio. Ahora, los blancos lo aman como nosotros. Y no solo en Sudáfrica, en el mundo entero.
  Y allí estaban los ojos de Madiba. Él sabía por qué perdonaba. Él sabía lo que era mejor para esta nación hecha de ciudadanos negros y blancos. Su mensaje no dicho estaba claro para mí.
Si yo pude perdonar al hombre que quería verme colgado... ¿cómo tú no harías lo mismo con ese chico?

-Ve a verlo y estréchale la mano. Vamos.

Era la temprana mañana de un domingo cuando llamé por teléono a Roland.

-Soy el hombre que recogió su maletín en la calle, quería decirle algo, disculpe que lo llame un domingo pero es mi único día libre.

-¿De qué trabaja?

-Soy guardespaldas del presidente.

-¿Es verdad eso?¡Por Dios, será un honor verlo hoy mismo, estaré toda la tarde en Soweto!

Escuché con asombro cómo me daba una dirección del gueto. ¿Qué estaba pasando?

-¿Y qué va a hacer en Soweto?

-Oh, es una larga historia. Importo bicicletas y una vez por mes me acerco allí para regalar algunas. Organizo juegos, sorteos. Usted sabe, nada me alegra más que ver la sonrisa de los chicos con su primer bicicleta.....¿Me escucha?¿Sigue allí,hombre?

-Sí, sí... Hace mucho que hace eso, Roland?

-Bueno, debo decirle que... me inspiró nuestro presidente. Yo... en fin, alguna vez me equivoqué, cuando era chico y...

-Espere, espere, Roland. Mejor me lo dice personalmente. Creo que también tengo una historía para contarle.

  Ese día fui a Soweto y vi a Roland disfrazado de payaso, haciendo trucos y bromas. Escuché las risas asombradas de los niños y la alegría de los que recibieron sus bicicletas.
  Me acerqué cuando terminó la función y le dije quién era. Roland, impactado, abrió apenas la boca y luego los brazos. Las lágrimas de él y las mías eran transparentes como el agua. Estaban hechas de piedad y respeto, de perdón y alegría. Todo lo que necesitábamos para hacer un país como el que soñó Madiba durante los veintisiete años que pasó en la cárcel: Un país de iguales.

Si llegaron hasta aquí dejenme saber que les pareció el cuento 😀 ¿Les gustó el final?¿Les pareció cursi?¿Ya conocían esta historía?

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